Nicolás Herrera y sus encantamientos

Escrito por: Rodrigo Villacís Molina  

Desde el taller del pintor Nicolás Herrera (Los Andes, Carchi, 1961) se ven las plácidas aguas de la laguna de Yahuarcocha, al norte de Ibarra, y dentro, muchos cuadros ya terminados o por terminar, esculturas y máscaras para la exposición a la que ha sido invitado por el Banco Central.

– Estoy muy contento con esta obra -afirma con un entusiasmo que le salta a los ojos-, porque en ella he puesto todo de mí… como siempre. Y después de Ibarra voy a llevar la muestra a Estados Unidos y a Europa.

– Tú ya has expuesto en el exterior…

– Individualmente en Estados Unidos, Suiza, España y Canadá, y he participado en numerosas colectivas en otros países.

– ¿Cómo te ha tratado la crítica extranjera?

– No puedo quejarme, ha sido generosa; lo mismo que aquí. Tengo algunos premios, el Luis A. Martínez, de Ambato (1978) y el Mariano Aguilera, de Quito (1990).

– ¿Cómo comenzaste?

– Yo fui a estudiar en la Politécnica Nacional de Quito, y me tocó compartir con un pintor, Fernando López, Taller de Grabado de la Casa de la Cultura. Puedo decir que ahí me inicié, viéndole trabajar.

– ¿Algún antecedente?

– Bueno, yo por los libros tenía conocimiento de la pintura universal, de los grandes maestros; pero no sabía nada de la pintura ecuatoriana, hasta que a los 18 años de edad fui a conocer en Quito el Museo de Arte de la Casa de la Cultura. Recorrí minuciosamente, durante horas y horas todas las salas, hasta cuando cerraron, y al salir tenía ya una convicción: yo era eso, ¡un pintor! Lo demás, solo era cuestión de aprestarme para asumir mi rol.

– ¿Papel, Lápices, lienzos, pinturas, libros?

– Sí, y prepararme. Lo hice en solitario, y comencé a pintar con pasión. A partir de ese momento he vivido realmente, he disfrutado del arte. Desde luego sigo aprendiendo…

– Entonces, ¿cómo es eso de la Politécnica? ¿Pensabas hacerte ingeniero?

– Yo vine a la Politécnica porque me gustaban las matemáticas, después de haber pasado por el Seminario San Diego de Ibarra…

– ¿Pensabas hacerte cura?

– No, pero siempre me interesó profundamente la cosa teológica, la aproximación a Dios. Esto desde pequeño: desde cuando estaba en mi escuela de Los Andes, la Pedro Fermín Cevallos.

– Hasta quinto grado, el sexto, en una escuelita de Bolívar, otro pueblo. – ¿Cómo fue tu infancia?

 

— Feliz. Soy el segundo hijo de una familia de nueve; mi padre era agricultor y tenía también otras actividades propias del campo. A mi alcance estaba una naturaleza y una geografía prodigiosas.

– ¿El colegio?

– Estudié tres años en el Seminario antes de ir al Colegio Teodoro Gómez de la Torre. Esto fue bueno porque entre los compañeros conocí a muchachos con los que me identificaba, sobre todo gente que leía, que intentaba hacer literatura.

– ¿Te gusta la literatura?

– Muchísimo, soy un buen lector, sobre todo de poesía. Para mí la poesía es la palabra convertida en magia. Creo que lo heredé de mi madre, que era maestra y poeta. De ella, que murió joven; conservamos en la familia un libro y muchos apuntes. Recuerdo que me gustaba escucharle hablar del Mío Cid, de la Ilíada, del mito de Ícaro y tantos otros temas de la literatura universal. De otra parte, en ese tiempo no se conocía en mi pueblo la televisión y no teníamos ni un receptor de radio. Por las noches nos sentábamos junto a los ancianos para oírles antiguas leyendas. Los pueblos como el mío están llenos de historias fantásticas, y la forma cómo los viejos las contaban era como si fueran hechos reales. Así se explica gran parte de mi obra. Por eso me gusta también ilustrar cuentos y ahora estoy haciéndolo con las tradiciones ecuatorianas, entre las cuales hay algunas paralelas a los mitos universales.

– Podría pensarse que esas experiencias te llevarían por el camino de las letras…

– De hecho, yo creí que iba a ser escritor o, quizás, arquitecto. Lo de pintor, cuando me pasaba por la mente, me parecía inalcanzable.

– Volviendo a tus estudios, ¿después del Seminario la Politécnica?

– La Politécnica de Quito y la Universidad Católica de Ibarra, donde hice algunos años de Administración y como oyente o, si se quiere, como curioso, la Facultad de Artes de la Central.

– Pero ¿qué paso con tu interés por la Divinidad?

– Encontré la respuesta en el arte. Cuando trabajo siento Su proximidad. No soy católico ni pertenezco a ninguna iglesia, pero soy profundamente creyente. Creo que Dios está en todas partes y en todos los seres. Pienso que de mis creencias viene mi creatividad; que de ahí proceden mis ángeles y mis personajes bíblicos.

– ¿Y tus otros personajes?

– De mi imaginación, producto, en todo caso, de lo que sembraron en mi cerebro las consejas de los mayores, y de mi propia capacidad de fabulación. Pintar es para mí como cerrar los ojos y dejar que fluyan libremente las ideas, que se convierten en formas que aprehendo, que capto y traslado al lienzo.

– ¿Recuerdas el primer cuadro que pintaste?

– Sí, era un pájaro. Yo tuve un sueño esa noche: soñé que mi destino iba a ser la pintura…

– ¿Tu primera exposición?

– Con Fernando López, creo que en el 79, en una pequeña galería que abrió en Quito. Por supuesto, yo había ya participado en algunas muestras colectivas. Pero creo que el hecho que me dio a conocer aquí, digamos en la plástica ecuatoriana, fue mi participación como uno de los veinte seleccionados para representar al país en la Primera Bienal de Cuenca. Ahí comencé a recibir invitaciones, abandoné la Politécnica, dejé la casa y decidí vivir exclusivamente como artista.

– Una decisión de la que no has tenido que arrepentirte…

– El mismo hecho de hacer lo que a uno le gusta, lo justifica todo, aún los malos ratos que puede pasar; aunque a mí, la verdad, me ha ido bien. El solo hecho de pintar me hace afortunado. Y no me canso; paso del dibujo a la pintura, de la pintura a la escultura y a las máscaras, diseño, ilustro…

– ¿De los pintores nacionales hay alguno que admiras especialmente?

– Guayasamín, por su fuerza y porque no declinó hasta su muerte.

– ¿De los maestros universales?

– Rembrandt por la luz que hay en sus cuadros, por sus claroscuros y Picasso por su monstruosa capacidad de crear, sin temor a nada.

– ¿Una alegría?

– Cuando pinto.

– ¿Una pena?

– Cuando vendo mis cuadros y se van.

– ¿Un proyecto?

– Si las cosas resultan bien, un centro cultural. Estoy construyendo, aquí a la vista de mi taller, una sala de 700 metros cuadrados, que va a servir para exposiciones y otros actos culturales. Ojalá este proyecto se cristalice, según mis planes, el próximo año. Tengo una hija que también pinta y este proyecto tiene mucho que ver con ella.

– ¿La has inducido tú?

– De ninguna manera, porque para mí la libertad es lo más importante, y ser libre, a mi manera de ver, es hacer lo que a uno le gusta con amor, con honestidad, con pasión y con absoluta entrega.

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