Nicolás Herrera, apocalipsis de la inocencia

La mañana que conocí el Taller Museo del maestro Nicolás Herrera, parecía que todo el aire de sus alrededores había sido cautivado por su arte. El aire de ese día y el de un pasado tramado por mitos y leyendas ancestrales, y otro, insólito y quimérico, que se bifurca en dos vertientes: una que averigua en lo más remoto de su ser, y una que nos induce al futuro, mediante el desplazamiento de su propio yo, en una perpetua exploración de las ultimidades de su propio mundo, erigen su universo artístico.

Hay en la obra de este artista, entonces, una doble, excepcional obsesión: la primera lo precipita hacia él mismo, obsesiva, tumultuosa, incesantemente, en busca de sus confines; la otra hurga en el futuro, mediante trazos, volúmenes y personajes que configuran su visión de lo que vendrá o no, pero que se configura en el mañana. Más que sensaciones oníricas: osadía y premoniciones.

La propuesta pictórica del maestro Nicolás Herrera muestra imágenes translúcidas, rescatadas de la memoria del tiempo, heridas por una luz profunda e inagotable, desprendidas de sus tumultuosas interioridades. Como escenario de fondo, elementos que zarandean y obnubilan al espectador. A los pies del imponente taller, corre el agua de la laguna de Yahuarcocha. Caranquis e incas la tiñeron de sangre. Miedo y muerte. Cuerpos y ofrendas inmemoriales. La historia de la humanidad es el registro de la inextinguible codicia de poder, pero también la de una sucesión de venganzas. Millares de jaguares inmolados, supliciados y vencidos, yacen en el fondo de la laguna, acechando su regreso.

Tiempo

El tiempo es uno de los ejes cardinales de la obra del maestro Herrera. La conquista de nuestros pueblos indios no se dio por carencias técnicas, sucedió por su aislamiento histórico. En el espacio de sus creencias (¿fe?), se erigía otro mundo con sus dioses, nunca la de otra civilización y sus hombres. Y este suceso oculto atraviesa la producción de este artista. Las raíces de su lugar de origen que se remontan a edades remotas, y una persecución, angustiosa y sin finales, de sus meandros más íntimos. Hay una nueva obra del artista, donde un hombre —él mismo— se ovilla y rueda por el lienzo. Somos los seres humanos revoleándonos en nosotros mismos, acosándonos, fisgoneándonos, venciéndonos, humillándonos. Se la puede poner de cualquier lado. Da lo mismo. Una sola imagen requiriéndose durante eternidades.

La obra

Es, en el vínculo, en la encrucijada del sueño y la meditación (tiempo expandido), donde se adensa la obra de Nicolás Herrera. Y cuánto de oficio exhala, cuánto de desvelo, cuánto de doliente regocijo. Las criaturas de Herrera: seres humanos o semihumanos (por expresarlo de algún modo), tensados por flagelaciones extravagantes —una energía feroz y acuciante les otorga esta pulsión—, como extraídas de tiempos aún no acontecidos. Pienso en aquello de Flaubert: «Puede ser que, desde Sófocles, seamos todos unos salvajes tatuados. Pero hay en el arte otras cosas que líneas rectas y superficies pulidas. La plástica del estilo no es tan amplia como la idea completa… Tenemos demasiadas cosas y no suficientes formas». Esta reflexión calza para una lectura más apropiada del discurso pictórico de Nicolás Herrera. Cada vez los formatos de sus cuadros se agigantan. Sus figuras se agrandan: rostros, extremidades, músculos, ballestas, suerte de cascos y guanteletes futuristas, insólitos aliados o «conquistadores» que se involucran en cada uno de sus segmentos. Lo propio ocurre con otros elementos de su obra. El maestro Herrera urde su arte desde el borde de un abismo, desacatando el fin, porque no alcanza a verlo, porque, quizás, no lo teme. Es el hermoso y sombrío lance de la creación auténtica. Ausencia de limitaciones. Desbordamientos. Redundancias intencionadas o no. Es como si los personajes que pueblan su universo se apoderaran de él y ejercieran un tenaz dominio sobre sus pulsaciones.

Luz y color

Con mis manos atrapo el color, dice sin pizca de soberbia Nicolás Herrera. Así es. Esa luz inconfundible del maestro vive, muere y vuelve a renacer en su propuesta artística, tornándose en uno de sus componentes más relevantes. Y en cuanto al dibujo, éste posee una suerte de aire confesional. Por eso arranca beneficios del aliento natural del artista que fija en líneas las formas. El dibujo del maestro Herrera se desliza siempre para tramar zonas encarnizadas, dejando muy pocos sitios libres. Sobre ese dibujo impetuoso, erige sus personajes (uno y múltiple, él y los otros que son él mismo). Allí están su Trópico de Capricornio, Centauro andino, Ángeles cautivos, El grito o su Virgen del jardín… Rememoro ese grupo de Nueva York, integrado por Gorky, Rothko, Pollock y Baziotes, elevando una plegaria a los mitos antiguos y universalizándolos. Herrera sigue ese camino. Su arte lleva a cuestas mitologías, tabulaciones, leyendas, relatorios de nuestros antepasados, se apropia de ellos y, en un ejercicio de intrépida fagocitación, los trasciende, luego de procesarlos en su intensa sensibilidad. Su arte no puede relegar su convulso universo subjetivo y, desde su dilatada imaginación —violencia y fantasía—, continuará construyendo su arte. Y ese dibujo al que me he referido también cimienta su escultura, poderosa y rotunda, no importa el material del cual esté formada, y le sirve —en muchos casos— para recrear, desde los volúmenes, sus temas obsesivos.

El fin primario del color es resaltar alguna exaltación del proceso del ser, la confirmación de la vida y de la revelación de nuestro ir existencial. Y este enardecimiento solo puede darse de dos modos: a través de la envoltura de la vida, aceptando la vibración de los colores, el ritmo de las formas, todo cuanto en la naturaleza se conmueve y transfigura, y otra que se desata en el ser íntimo del artista y que obedece a las presiones del instinto, los hallazgos de la conciencia (mediación y atención introspectiva), pero, sobre todo, acatando las reclamaciones del inconsciente (estos últimos son los prototipos, imágenes que advienen sin haber sido deseadas, pero que obligan a ser expresadas). En la obra del maestro Herrera, se funden estas dos maneras del manejo del color. Trazos y veladuras mágicas palpitan en sus telas, creando figuras vigorosas, nervudas, aunque siempre sugiriendo profundas escisiones, y unas pocas evanescentes, como ascendiendo, o descendiendo, a los misteriosos espacios de los infinitos humanos.

A modo de epílogo de una obra sin finales

Fárrago de mitos y leyendas, fantasías, delirios, vida y muerte, tiempo, visión y desvarío, esperas, silencios, ataduras y liberaciones, vencimientos y levantamientos del ser humano, recreados por su genio. Ésta la obra del maestro Nicolás Herrera. Y el término fárrago, porque a través de ella plasma, en ejecuciones veladas, aquello que arriesga ítalo Calvino al sustentar que el sujeto —cada uno de nosotros— puede ser «mera ficción» que, nutrido por la gramática, «apenas hay un yo del que hablar, si se reprueba el egoísmo». De ser así, nuestra conciencia (¿?) no sería sino un comentario más o menos fantástico de un texto desconocido, quizás incognoscible, aunque sentido. La relación entre yo y el otro no es, entonces, solicitada, no tiene lugar entre los dos. El texto desconocido del inconsciente solo es descifrado en el círculo vicioso del yo y el mismo; la constitución del sujeto —que es desde donde emerge— es descalificada de inmediato, como una ilusión, es decir, como «mera ficción». En estas disquisiciones, entresacadas de Nietzsche, pero recreadas por Benveniste, en su contrapunto con Derrida y afinadas por Calvino, están cimentadas las criaturas del maestro Herrera. Máscaras. Cascaras. Disfraz y cabriolas que se las lleva el viento. Histrionismo por dentro hacia las afueras. Ahogo y respiración (acezante, anhelante). Tragedia y comedia: las dos carátulas del ser humano. El inagotable —fatalmente invariable teatro— de nuestra especie. Y en nuestras oquedades más hondas: el bien y el mal, la inteligencia y la estulticia, el poder en sus promiscuas aleaciones, el amor y las distancias, soledades, erotismos, sexualidad y muerte. Nuestra breve vida que va apagándose como cera de un pabilo, sin que nos percatemos, sin que importe a nadie, porque ellos —los otros— también están constituidos de la misma leve, fugitiva argamasa.

En el arte del maestro Nicolás Herrera, el abigarramiento de elementos (incluidos los netamente plásticos) seduce, no aleja, pero el espectador corre el riesgo de verse atrapado en esa suerte de torbellino incesante que representa. Ángeles y demonios, las dos legiones que se alojan en su ser más recóndito, volcándose en estampida. Lucidez y clarividencia. Arraigo y exilio de él mismo. Transfiguración de su yo hasta las líneas sin finales de la desgarradura de ser. Odisea por las aguas prohibidas de nuestra esencia humana. De repente, confluyen con las dejadas por sus antepasados en la laguna donde se contempla todos los días. Ruptura y continuidad. En su caso, como en el de todo gran artista, carece de lógica (externa e interna), encarar lo universal y lo local. Así construye la génesis de un apareamiento de la naturaleza y las zonas más recónditas de su identidad, cada vez más lejanas e inaccesibles. Así funda su Apocalipsis de la Inocencia.

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