La mitología insurgente

Escrito por: Juan F. Ruales.

Imbabura es tierra de artistas, de artistas que no son de Imbabura. De artistas que vinieron de otras partes para aprender y quedarse, o que nacieron aquí y fueron a aprender en otras partes para quedarse allá Artistas que no son de Imbabura porque rebasaron el límite provincial, trascendieron las fronteras del país y van camino a ser universales. Porque el arte es universal.

Existen varias razones para ello, entre otras; la existencia del Colegio «Daniel Reyes», donde mal o bien, los aspirantes reciben los rudimentos del color, del dibujo, de la composición, de la perspectiva y del volumen y, claro, como algunos llegan con talento, aprovechan positivamente los conocimientos y una vez fuera, por su cuenta y riesgo, forjan al artista que aspiraron en un proceso escabroso, complicado, incomprendido pero que a la postre rinde los frutos sembrados. Los otros factores son la génesis cultural de esta provincia, las lecturas, las relaciones culturales, las oportunidades de ponerse en contacto con otras manifestaciones artísticas, en fin, diversas aristas de la vida que determinan la realización de un artista.

Uno de esos es Nicolás Herrera, quien comprendió a tiempo que ser artista no es tener destrezas, habilidades o técnicas relacionadas con la plástica únicamente, muchos lo tienen y no lo son. Comprendió que ser artista es principalmente ser humano y esto implica ubicarse en el ser y en la coyuntura de la historia, de la sociedad, del país y del mundo; en el epicentro del alma humana, de los problemas sociales y adoptar una postura frente a ellos. Por ello, el verdadero artista es al mismo tiempo un intelectual y deja de ser un artesano. Pasa de la habilidad a la conciencia, del ornamentalismo a la crítica. Se transforma, consiente o no, en portavoz de su gente y, más que en eso, en un agitador. Su arte no es para contemplar, es para conmover. Más que excitar a los sentidos, sacude las conciencias.

Nicolás Herrera se ha ido construyendo de esa manera, ha hurgado en el alma profunda de nuestro pueblo, sus mitos y sus signos ancestrales, sus dioses y sus demonios, su cosmovisión y su simbología; pero no para quedarse en ellos en una actitud arqueológica o folklórica; sino para desde ellos construir un lenguaje, una poética contestataria, un arma ideológica para combatir la crisis, para acusar a los responsables de ella, a los que sostienen este sistema. Y en esa búsqueda de un lenguaje identitario propio en el sentido individual y nacional, se ha ido encontrando a sí mismo, se ha ido construyendo a sí mismo, autoedificando, hasta convertirse en un testigo y en un fiscal de este sistema decadente, en acusador y a ratos en el verdugo que ejecuta a sentencia, mediante una obra crítica, mordaz, a ratos intolerante con los protagonistas de esta ópera siniestra que es el neoliberalismo decadente.

Si los artistas verdaderos son reflejo inevitable de su época y de su sociedad, los grandes artistas son un reflejo vivo y crítico de ella. No pueden permanecer al margen de la decadencia mirando contemplativamente el derrumbe de la condición humana como si se tratara de otro paisaje optativo. No, el artista verdadero toma posición frente a los acontecimientos y se inmola exponiendo su punto de vista, sin importarle si su obra va ha ser bendita o maldecida. Al margen de que su obra se venda o no, el contenido de la misma expresa el compromiso ideológico de su autor, aun a su pesar, pues, como decía Octavio Paz, «un poema no es lo que el poeta quiere decir, sino lo que el poema realmente dice», significando con ello que Nicolás Herrera, muy a pesar de su intencionalidad, tiene en su obra una prueba irrefutable de su iconoclastia y rebeldía por lo que será condenado por las almas decadentes y exaltado por los espíritus revolucionarios, al margen de que su obra tenga o no un precio en el mercado del arte.

Estamos frente a una obra cimera en la carrera artística de Nicolás, he sido testigo de su evolución desde hace más de dos décadas y puedo dar cuenta de su búsqueda constante, de su porfía, de su «negación de la negación», siempre autocriticándose y reconstruyéndose en un proceso dialéctico que ha dado como resultado este arte insurrecto, rebelde, conjurado, agitador y a este derrocador de iconos decadentes y constructor de un imaginario estético en el que la verdad sea verdadera y la justicia justa. Sin embargo, pienso que Nicolás tiene un largo camino aun por recorrer, tanto en lo plástico, como en lo ideológico. Es que la construcción del artista solo se termina con la muerte. El momento en que éste deja de buscar, encontró demasiado pronto el límite de su mediocridad. Si sigue por ese derrotero, el país se apresta a tener en Nicolás Herrera a uno de los más grandes artistas críticos de nuestra época.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Ir arriba