Nicolás Herrera, que lleva 22 años pintando, es un trabajador incansable, de donde resulta que la suya es una obra muy amplia y constantemente renovada, a pesar de que no se aparta de una misma concepción tanto del universo que le rodea como de su mundo interior: una concepción en clave de fábula. Porque todos sus ambientes y personajes responden a un proceso de introspección, de memorialismo imaginativo y lúdico.
Los seres de su antiguo bestiario, extraños cuadrúpedos y aves, productos de una misteriosa metamorfosis de los animales domésticos, han cedido el paso a otros personajes, con características humanas (¿humanoides?), pero distorsionados por una fantasía insomne, en términos de una suerte de singular neofiguración, que consiste en pintarlos como el artista concibe al sujeto, quitándole la piel, buscando su interioridad; o, quizás, en trabajar sobre su propia intimidad. Y ya se sabe que «el viaje más largo -lo dijo Hammarskjöld- es el que se hace al interior de uno mismo». Los antiguos animales, «solo asoman, por ahí, curiosos, y se quedan a veces en el cuadro», revela Herrera.
Esos seres de su nueva pintura proceden de fábulas, de leyendas, de antiguos cuentos, a partir de los cuales y bajo el influjo de la realidad actual, el pintor ha inventado su propia suma de formas, que ubica en contextos igualmente mágicos o de encantamiento. Solo muy rara vez se sale de esa línea y pinta obras como esa Trilogía de la Santísima Peste, donde aparecen sarcásticamente representadas la iglesia, la milicia y la política. En el resto de sus cuadros prima, más bien, la poesía, un cierto lirismo onírico.
Herrera acumula en su día a día sensaciones, emociones, a veces colores y formas, pero sobre todo ideas para sus cuadros, rescata antiguos sueños y los tiene en su mente cuando va al lienzo; de tal modo que procede sin vacilaciones, con seguridad y trabaja hasta que las figuras de la tela coincidan en lo posible con las de su imaginación. Maneja esos recursos como elementos de un lenguaje conceptual, de alegorías y símbolos para formular su discurso plástico, que incluye la reflexión y la ironía.
La naturaleza; esto es, lo ecológico también le preocupa, en términos de protesta contra su destrucción por parte del hombre, por eso su cuadro La decapitación del señor de la naturaleza; sin que desestime tampoco otros temas, porque nada le está vedado al artista como motivo de su trabajo. Tal es el caso de La tumba, pintada bajo la impresión que le causara la muerte de un amigo, o Embrujo, movido por una antigua nostalgia, donde se ven dos pájaros negros sobre el dorado horizonte de un trigal, y unas nubes cargadas, cual las que anuncian el invierno, o Tauromagia, inspirado en las capeas populares, o su autorretrato, en el que se pinta sobre un caballete y entre diversas formas de su repertorio.
Pero su temática recurrente, en la que insiste, es la de los mitos y leyendas, como en sus cuadros Minotauro aplacado por la bella Aurora, que funde el mito griego y la leyenda ecuatoriana, El jardín de la delicia, con una Eva y la serpiente sobre un fondo de un bello paisaje andino. Morfeo, el dios griego del sueño, La encantapájaros, como oposición del espantapájaros.
Mas siempre existe algo, una idea de fondo, una inquietud tras de la pintura de Herrera, donde hay que buscar un significado que va más allá de las apariencias.
Características básicas de la pintura de Herrera son los colores fuertes, contrastantes, y el tratamiento de la luz, que acaricia las formas, que las resalta, que produce un efecto especial, una suerte de textura visual, en contraposición a la que se logra engrosando los materiales. Esta fascinación por la luz le viene al pintor desde la infancia, porque entonces la veía atravesar por los horados del techo de su casa en el campo, en haces que él recogía como si quisiera capturar un alma, o asir algo divino. «Yo tenía la luz en mis manos», ha dicho y eso, aquel pequeño milagro que se producía en el interior de la obscura habitación, ha repercutido a lo largo de toda su vida.
En cuanto a las esculturas y máscaras, Herrera es un apasionado de este modo de expresión: las formas en el espacio; lo aprendió con un viejo maestro de San Antonio de Ibarra y desde entonces lo ha venido practicando, aunque no con la intensidad que le gustaría, lo cual le ha impedido un mayor desarrollo. Pero disfruta modelando algunos de sus propios personajes o inventando otros específicamente para esta técnica, y gusta también de pasar esas formas a la resina de vidrio, a través de un molde vaciado en yeso, y solo confía el final del proceso al fundidor, cuando quiere llevarlas al bronce, o al maestro tallador, cuando las lleva a la madera.
Todas las piezas de esta muestra, en lo tocante a esculturas, se caracterizan por la energía que entrañan; tras de ellas se aprecia la mano de un artista habituado a trabajar con la arcilla y cuyas concepciones están íntimamente conectadas con las suyas como pintor: La Venus de la loma de los encantos, Madame Primavera, El Supremo tienen que ver con el mundo mágico del pintor; pero en las tres dimensiones adquieren otro carácter.
La Venus nos recuerda de alguna manera a las de Valdivia, sobre todo por su tocado; pero su morfología es diferente, con sus anchos hombros, su rostro, adornos y vestimenta, mientras la Primavera nos trae reminiscencias de las antiguas damas europeas, con sus abultadas crinolinas, así como su extraño tocado. El Supremo es una ironía del poder, manifestado en el gesto de soberbia y en la vana condecoración. Las maderas corresponden a una etapa anterior y son sus animales que se han salido del lienzo premunidos de la tercera dimensión.
En relación con las máscaras, la palabra viene de disfraz, carátula; pero en la concepción de Herrera cumplen, más bien, la función de sacar lo que tenemos dentro, de reflejar nuestra intimidad, quizás de poner por fuera nuestros ángeles o nuestros demonios. Y entonces tenemos unas figuras alegóricas que representan extraños rostros que nos remiten a las máscaras de culturas ancestrales, de impresionante aspecto, y como técnica, finamente trabajadas, con diversos grafismos y líneas radiales, y a veces con doble faz, alas y cuernos.
Diríase que es el artista quien no se oculta tras, sino que se descubre en aquellas máscaras, y mira al espectador a través de esos enigmáticos ojos, como retando a nuestra imaginación.
Toda la obra de Herrera es una caja de encantamientos.